martes, 24 de mayo de 2011

El origen del odio

En el clásico 1984 de George Orwell, los ciudadanos de una sociedad totalitaria del futuro están obligados a participar en un ejercicio grupal llamado "Dos minutos de odio". Se reúnen en un auditorio para mirar una pantalla grande, con Emmanuel Goldstein, un presunto traidor al Partido, ofreciendo un discurso crítico a las doctrinas establecidas. Segundos después, el grupo agradable, dócil, se transforma en una multitud furiosa, volátil, gritando insultos y arrojando objetos a la imagen de Goldstein. Incluso el protagonista del texto, Winston Smith, no puede resistirse: "Un éxtasis horrible de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parece fluir a través de todo el grupo como una corriente eléctrica, transformándonos, en contra de nuestra voluntad, en una mueca grotesta, gritando como locos", escribe Orwell.

Esta situación puede ser ficticia, pero la emoción dominante y el poder terrible que representa es demasiado real.

La palabra "odio", (en inglés hate) viene de hete del Inglés Antiguo, se define generalmente como una hostilidad intensa, extrema y la aversión hacia algo o alguien, por lo general derivado del temor o la ira. Lo usamos para cubrir una enorme gama de sentimientos y situaciones, desde el niño que "odia" el brócoli o hacer la tarea de ortografía, al líder de un país que trata de exterminar a todo el mundo de una determinada religión o grupo étnico.

En español, la palabra odio viene del latin y su definición según la real academia española es: antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea. Proviene del latín odĭum.

Veamos lo que se dice en la página El almanaque, “con lo abundante que es la pasión que denomina, la palabra sin embargo no lo es tanto. Quizás porque las pasiones se viven más que se dicen, o porque es muy difícil encerrarlas en palabras y se dispersan por tanto entre multitud de ellas; el caso es que la palabra odio no es ni mucho menos tan abundante como la pasión que denomina. Basta que nos fijemos en los “pecados capitales”: no figura el odio entre ellos, y sin embargo es mortífero; ninguno de los 7 le supera en capacidad de matar el alma de quien lo padece. El que más se le acerca, la envidia, sólo cuando es muy profunda cae en la profundidad de los abismos del odio.

Odium odii (dativo y ablativo, odio; plural odia) es la palabra latina de la que hemos obtenido nuestro término odio. Es una palabra muy antigua, de cuyo origen no tenemos noticia. Ni siquiera tiene un campo léxico que nos permita situarla en un entorno. Odium est ira inveterata, el odio es ira inveterada, dice Cicerón. Probablemente la diferencia sustancial entre odio e ira, es que esta última puede darse sin persona contra la que dirigirla, y sin la obsesión por destruirla; en cambio el odio necesita una persona o una colectividad a la que destruir. Sin embargo no le debe faltar razón a Cicerón en lo de la antigüedad de la ira, puesto que el verbo odi, odisse, osus sum (odiar) del que se obtiene el sustantivo odium, es defectivo: carece de presente y por tanto ha de emplear el perfecto para suplir esta falta. De ahí podría deducirse que para los romanos el odio bien pudo ser el resultado presente de algo que se había producido en el pasado. Si examinamos el respectivo término griego misov (odio), que hemos tomado para formar con él compuestos, tiene iguales características y significado y que el latino, y tanto el nombre como el verbo (miséo) se emplean en idénticos contextos, que van del odio intenso y del aborrecimiento, al simple disgusto, cuando se usa para cosas y no para personas.

El odio es sin duda la pasión más destructiva, el más potente motor de las guerras; más que la ambición y que la autodefensa, sin ningún género de dudas. Si se enfrentan dos bandos: el uno con el arma del odio, y el otro sin esa arma, es evidente que a efectos tácticos el primero cuenta con una gran superioridad moral (me refiero a la moral de combate). Tener que defenderse por tanto de un enemigo que rezuma odio por todos sus poros sin responderle con odio, antes al contrario con amor, genera una inferioridad moral manifiesta. Bombardear primero con fuego y luego con bocadillos, suena a chiste.

No nos engañemos, cuando falta un fanatismo que alimente el odio al enemigo, la guerra está pérdida de antemano porque el fanático luchará hasta la última gota de sangre. Y si no se le odia, es imposible cebarse en él hasta esos extremos. Por eso muchas de las grandes guerras en cadena han tenido un carácter revolucionario, es decir que han pretendido cambiar las ideas (incluida la Revolución Nacionalsocialista, interesadamente silenciada de la que se alimentó la Segunda Guerra Mundial). Es que sin ideologías con las que fanatizarse, es imposible mover los odios colectivos”.

En el artículo de How Stuff Work se hace un paseo por la naturaleza del odio: de la historia a la sociología… Leálo completo aquí (en inglés).

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