viernes, 8 de octubre de 2010

Mis cuadernos de don Mario

@remachaen

Mucho gusto, Vargas Llosa

Cuando miro hacia atrás, hacia mis inicios como lector, muchos títulos y autores vienen a la memoria. Todo empezó en la adolescencia, en


Foto: Vasco Szinetar, 1
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esa etapa de iniciaciones y coqueteos entre lo real y lo onírico, esos años de fantasía donde se está alegre por toda y cualquier cosa. Y allí, resulta indiscutible la presencia de Mario Vargas Llosa.

A mis 15 años, el nombre del escritor peruano me resultaba ajeno, larguísimo. Ni siquiera sabía si su apellido se escribía con doble ele o ye. Pero ahí estaba don Mario, presente en mi mesa de noche ofreciéndome Los cuadernos de don Rigoberto. Novela que empecé a leer (por mero mandato académico) a una edad donde son las niñas y no los libros las que ocupan los ratos libres, los pensamientos y fantasías.

El trío del diablo entre don Rigoberto, Lucrecia y su vástago Fonchito fungió como llave única para hacerme asiduo de esas páginas reveladoras que (de nada sirve negarlo) lograron abultar mis pantalones (y mi intelecto) en más de una ocasión.

En bachillerato éramos pocos los que nos dejábamos coquetear por uno que otro título de ese monstruo tan inmenso, eterno e indescifrable que es la literatura. Entre mis amigos lectores, comentábamos en secreto y hasta con pudor aquél pasaje en que don Rigoberto baña en miel a su amada Lucrecia dejándola sobre la cama a merced de una manada de gatos cachorros que enloquecen por el melado mientras se consuma el acto sexual.

Pero esas fantasías, cuando se tienen 15 ó 16 años no eran sólo incomprensibles para el común de las niñas del curso, sino que también rayaba en la cochinada. Por eso, mis amigos y yo, manteníamos en secreto esa fantasía de la miel sobre el cuerpo desnudo de cualquiera de nuestras amigas.

El profesor, en clase, poco o nada mencionó este episodio que tanto nos marcó. Incluso leímos que el propio Vargas Llosa dijo que lo erótico era la dignificación del sexo a través de la fantasía y la cultura y, en esa época, donde todos estábamos tan eróticos, a esa fantasía no se le prestaba atención.

Miente, sobre todo miente
Nunca he pretendido que alguien comparta mis puntos de vista. Pienso que es ahí donde radica el asunto de las buenas ideas: pensar distinto. Y una de esas cosas que pensé (o entendí) en algún momento que no busco ni quiero recordar con precisión, es que cuando se arma una relación estrecha con la palabra escrita, pasa a ser una especie de affaire, algo aparte de las relaciones humanas, académicas y laborales. La otra. La amante. La que no deja mal. La que nunca abandona.

Sin pena ni gloria puedo afirmar que fue más lo que me hicieron leer en el colegio que en los cinco años posteriores de periodismo. Pero esa es otra historia. Siempre leía. Leía lo que pedían en clase, lo que recomendaba un amigo, lo que comentaban los odiosos círculos literarios, lo que era best seller y lo que no era best seller. Siempre leía y supe, en los primeros semestres de mi carrera, que la literatura sería siempre el pilar fundamental de mis días.

A mediados de 2006 comencé un curso de literatura con Israel Centeno quien, en una de sus cátedras, nos mostró el decálogo más uno de Juan Carlos Onetti. Once mandamientos en los que el escritor argentino, en su décimo mandamiento, aconseja mentir, siempre mentir y, como esos chistes cósmicos de la vida, una vez más don Mario llegó a mis manos con La verdad de las mentiras. Un libro de ensayos o prólogos donde don Mario lleva de la mano al lector a desentrañar las obras de Conrad, Breton, Marlaux, Orwell, Hemingway, Tabucchi; escritores todos que conocía de nombre y uno que otro cuento, o simplemente no conocía nada.

Miente, siempre miente, me repetía con el libro de don Mario en mi estantería mientras leía las obras diseccionadas por Vargas Llosa cual degustación cuyo plato final era ese libro repleto de ensayos donde estaban todas las claves, todos los secretos, todas las verdades y todas las mentiras.

La política vs mi generación
Puedo estar equivocado pero de mi círculo del colegio, fui el único que estudió periodismo, ergo, la política resultó tema común a lo largo de mi carrera y mi experiencia laboral. En esas charlas de oficina con café, cigarrillos y quizás ron y sustancias controladas, la política estaba ahí, siempre al pie del cañón, ninfómana, pidiendo más, más, más. Mis compañeros (veteranos, claro está) se reían sin malicia de mi desconocimiento sobre el tema. Pero qué va a saber alguien nacido después de 1980 sobre política más allá de textos teóricos, opiniones de intelectuales y videos de Youtube. Mi generación se acostumbró, para bien o para mal, a un solo régimen y una única voz de mando.

En alguna de esas tertulias en "El León" o "Las tres esquinas", volvió a surgir don Mario. Lee La ciudad y los perros, lee Los cachorros, lee La fiesta del Chivo, me decían. Dicho y hecho. Sin embargo, detrás de todo el anacronismo que ha sido y es América Latina, había algo más.

Tenía 19 ó 20 años cuando leí el discurso que dio Vargas Llosa en 1967 cuando ganó el Premio Rómulo Gallegos donde defendía a capa y espada el socialismo, la libertad de las masas y el todo para todos. Décadas después, vino al país a defender todo lo contrario en una Venezuela polarizada, corroída y ensimismada. Y don Mario ahí, enhiesto en Maiquetía, sonriente y defensor de sus ideas en medio de periodistas o caníbales que lo juzgaban y armaban alharaca por el motivo de su visita al país.

Era obvio. Que tú o yo cambiemos de ideologías no le importa a nadie, pero que Vargas Llosa cambie las suyas, pues…ah caray.

Gracias don Mario, por aquél foro en el que en compañía de su hijo y Enrique Krauze, le mostró a mi generación otra rendija, otra óptica no sólo de política sino de ideas puras. Puras por ser ideas, para bien o para mal. Gracias don Mario, pero, de todas formas, pobrecita mi generación.

Indulgencia eterna o utopía latinoamericana
Nunca pude terminar de leer Conversación en la catedral. Perdí la cuenta del número de veces que me enfrenté a ese bloque que, según mis amigos, más letrados que yo, supongo, es ésa obra una de las mejores de don Mario. Está bien, nunca pude. Pero el resto de sus obras no sólo pude, sino que las disfruté hasta la saciedad. Desde la crítica política hasta la estética erótica y sensual y sus columnas en la prensa.

Después de cinco años de carrera, varios cursos literarios y el gusanito de la literatura inacabable más que inacabada, son muchos los autores latinoamericanos que hoy día forman parte de mi cabecera. Cortázar, Onetti, Borges, García Márquez, Paz, Bolaño, hasta Mistral, Pizarnik, Pocaterra y Vargas Llosa son los primeros que vienen a mi cabeza.

Pero más allá del pretencioso acto de recalcar haber leído o analizado a éste u otro autor, el asunto del Nobel siempre fue una piquiña entre mis amigos y hoy colegas, sobre qué autor merece y tendrá el premio más cotizado de la literatura universal o que escritor, de plano, nunca lo tendrá. En este último entraba Vargas Llosa. Escritor juvenil, erudito y ¡latinoamericano! que nunca iba a recibir el Nobel. Si no se lo dieron a Borges o a Cortázar no se lo van a dar a Vargas Llosa, decíamos, pero se lo merece, volvíamos a decir.
La mamarrachada, siempre la mamarrachada
Figurar, tener renombre, hacerse adepto de grupetes intelectualoides y sectarios es el pan de cada día en los recovecos de la literatura universal. Está el odioso, el amigo de todos, el políticamente correcto y el que se monta en un banquito para ver desde otra óptica cómo puede escalar posiciones. Pero ésa es la cara pública. No el poder detrás del poder.

Pero quién sabe quién está detrás del poder en los pasillos de quienes deciden qué autor es merecedor del galardón del Nobel. La cara pública es la de Peter Mikael Englund, secretario permanente de la Real Academia Sueca de Letras, Historia y Antigüedades quien, año a año, sostiene largas reuniones eruditas con el fin de revelar el esperado nombre que pasará a ser un símbolo (buen símbolo) de la literatura universal.

Pero la mamarrachada, siempre es la mamarrachada. Ni en los pasillos de la Real Academia Sueca de Letras, Historia y Antigüedades se vieron libres de ella cuando, hace casi un año, le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz el presidente Barack Obama.

¿Qué les queda a los escritores? A los buenos escritores, claro está, nos preguntamos mis amigos y yo en más de una ocasión después del circo de Uncle Sam.

Y es que condecorar a un presidente del país mejor armado y bélico del mundo, como embajador de la paz universal, es casi un chiste político de esos en los que no sabes si reír o llorar o las dos.

Eco y agradecimiento
La literatura no busca enseñar, ser didáctica, abrir las compuertas de la existencia y mucho menos decir la verdad. Para esto están las secciones de auto ayuda y la sociedad secreta de sus lectores que se ufanan y abrazan entre ellos cuando algún autor les revela una verdad universal. Éste tópico siempre ha sido y seguirá siendo motivo de diatribas e incluso enemistades para quienes (humildemente) ejercen el oficio de la lectoría desde la óptica de la estética y el escape.

Esta es una reflexión que, desde mis inicios como lector, serio lector, he tenido presente. Y más estos días en los que las redes sociales se encargaron de someter a votación entre nosotros, quién merecía ganar el Premio Nobel de Literatura. Cualquier firma pasó por mi cabeza, excepto Vargas Llosa, tipo otrora de izquierda, intelectual confeso, ex candidato a la presidencia y crítico mordaz que sin tapujos dice lo que piensa. Pero qué bonito lo dice.

Más allá de la estética, los premiadores suelen no premiar a quienes se lo merecen por que piensen a la diestra o a la siniestra o porque beben mucho o demasiado u opinan así o simplemente no opinan.

Esta mañana del 7 de octubre de 2010 amanecí con la noticia, el hecatombe, de que Mario Vargas Llosa había sido galardonado con el premio más grande de las letras universales. Sentí, además de regocijo, enmienda porque, para que un autor se haga merecedor de un premio de esa categoría, debe ser, después de bueno, valiente. Y si hay alguien valiente, es Vargas Llosa. Hoy, además de darle las gracias, me hago eco de sus palabras: la literatura es lo mejor que me ha pasado.

Hay que leer más.
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Rubén Machaen está a punto de graduarse de periodista y trabaja en la revista Exceso

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